miércoles, 22 de junio de 2016

Un encuentro con el maestro Osvaldo González Real

Uno de los cambios que uno experimenta cuando está fuera de su tierra es la curiosidad que vuelve a tener hacia su país, hacia su gente, su cultura, su música, sus literaturas. Quizás por ese temor inconsciente a perder algo que forma parte de nuestra identidad. Es lo que me ocurrió al abandonar Paraguay en el 2007. Cuando volví, en el 2013, lo único que quería era fijarme en todo, con la intención de sentir y guardar en la memoria hasta el más mínimo detalle. Empecé a ver con otros ojos la realidad. Yo mismo me maravillaba en la forma en que me fijaba en la luz del día, en el sol y la sombra, que tanto consuela después de caminar por las calles sedientas de Asunción. Incluso desarrollamos un poco más los sentidos, y oímos con más nitidez los balbuceos, los bullicios, la noche y sus aullidos como si pasasen en nuestra conciencia misma. La curiosidad por adsorber cada momento de mi estancia en Paraguay era difícil de satisfacer. Mi estadía iba a ser corta.
En mi regreso a Paraguay, uno de mis deseos era conocer a los escritores de mi país. Recuerdo a uno especialmente, al maestro Osvaldo González Real (Asunción, 1938), que es poeta, ensayista, crítico de arte y unos de los mejores narradores —especialista en el género de ciencia-ficción—, pero ante todo es un sabio y un excelente conversador. Era la tarde del 19 de agosto y me acerqué hasta la Casa del Bicentenario “Augusto Roa Bastos”, donde González Real desempeña el cargo de Director. Todavía no había llegado y me entretuve recorriendo los rincones de la Casa cultural, que también es una biblioteca dedicada a la historia y a la literatura. Traía yo un libro de González Real, Memoria del exilio. Lo acababa de adquirir en unas de las librerías de viejos, cerca de la Plaza Uruguaya.  
Cuando le avisaron que le estaba esperando, se adelantó a invitarme a un café. No pude negarme. Era mi oportunidad de escucharlo y conversar con él. Así fue. Nos sentamos en la terraza del Café Literario que también es una librería de viejo. Yo, interesado en su literatura, le comenté que me había gustado mucho su libro El mesías que no fue y otros cuentos, en especial el relato “Otra vez Adán”. Él, con su sonrisa afable, continúo hablando de literatura paraguaya, y de su obra, claro. Recordamos a Carlos Zubizarreta y su trayectoria literaria. Me dijo que fue su vecino, los dos vivían cerca de la calle Perú. Me confesó también que existía un libro olvidado que merecería volverse a editar. Era, si no recuerdo mal, Historia de Asunción. “Fue una especie de dandy asunceno”, dijo mientras se tomaba su café. “Zubizarreta había leído mucho a Valle-Inclán, Azorín, Ortega y Gasset…”, continuó diciéndome, como si estuviera dictando a un alumno los deberes de clase. Yo lo escuchaba atento, efectivamente, como si estuviera asistiendo a una sesión de literatura paraguaya.
En su juventud había leído con atención a los poetas de la Generación del 27, sobre todo a Cernuda. Su formación académica lo llevó a estudiar a los autores anglosajones, de ahí que en su poesía se vea la influencia de T.S. Eliot, Ezra Pound; había traducido a Ray Badbury también. Los citaba como si acabara de leer y tuviera aún en su memoria algún que otro verso. Y es que algunas traducciones las incluyó en Memoria del exilio. Como ejemplo, los versos de “La figlia che piange”, de Eliot, traducidos por Osvaldo González Real, dicen así:
 
Yérguete en el piso más alto de la escalera—
recuéstate en un ánfora de jardín—
teje, teje la luz del sol en tu cabello—
ciñe tus flores con sorpresa dolorida—
arrójalas al piso y vuélvete
con un fugitivo resentimiento en los ojos:
pero teje, teje la luz del sol en tu cabello.

En aquel encuentro, recordamos a Ernesto Cardenal, a quien había conocido en Cuba. Hablamos de Casaccia, ese precursor de la novela moderna paraguaya. También mencionó a Carlos Fuentes, quien había reseñado Yo el Supremo, creo que en el New York Time. Y antes de despedirnos, me confesó su intención de volver a reeditar Memoria del exilio. Yo no le dije que tenía en mis manos, en ese momento, ese libro, publicado por la desaparecida Alcándara. Se me pasó pedirle que me lo dedicara. Pero qué importa, cuando lo más importante es un encuentro y la conversación de tú a tú con el autor, con un poeta, con un sabio, con un maestro. Ese encuentro valía mucho más que una firma. Cuando vuelva a Paraguay, me acercaré otra vez a escucharle. Lo cierto es que lo que yo quisiera es ver una recopilación en libro de todos los artículos —algunos muy interesantes sobre literatura y arte paraguayo—. Y si fuera posible, me gustaría, si es que todavía no lo hizo, que escribiera una memoria de su vida literaria, de los escritores y artistas  que ha conocido. Sería un aporte muy importante para los lectores y estudiosos de la historia literaria del Paraguay.
Antes de abandonar el Café Literario, le entregué un ejemplar de los Cantos guaraníes, que se había publicado en Asturias. Recuerdo que lo acompañé hasta la Casa del Centenario, esa tarde se presentaba Memorial de agravios, de Francisco Pérez-Maricevich. La presentación la hizo la poeta Renée Ferrer.
Cuando vuelva a Paraguay, me tocará a mí pagar el café. En eso habíamos quedado. Espero que para entonces tenga la oportunidad de leer más obras de Osvaldo González Real.
Hoy, en esta especie de exilio voluntario que muchos nos hemos sentido obligados a elegir, releo los versos de Memoria del exilio. Algunos poemas están inspirados en la tradición mítica guaraní, rescatados por el poeta León Cadogán en el libro Ayvu Rapyta, ese canto y oración a la palabra. (Cadogán fue antropólogo, pero yo lo llamo poeta porque considero que su traducción es poesía pura, y en cualquier caso, todo traductor de poesía es poeta). En la tradición guaraní, la palabra tenía un significado capital, porque con ella cantaban y oraban y transmitían sus tradiciones. Para los mby’a guaraní, la palabra era el Universo. Como dicen unos versos de González Real: “Porque Todo es Palabra / y la Palabra es Todo”. Pero también influye en sus poemas otros libros míticos, como el Chilam Balám, y la literatura oriental. Copio aquí el poema “El gran rebelde”:
 
En los límites del mundo
—no lejos del mar—
a una escarpada roca encadenado
—ladrón de la flor resplandeciente—
            espera un hombre.
 
Su libertador no ha nacido aún.
Pero ya su gloria es eterna.

Estos versos que hablan de Prometeo y del hombre que sueña conquistar su sueño, del hombre que se ha mofado de los soñolientos dioses que se burlan con sus silencios de las oraciones del huérfano, del exiliado en su tierra, son una muestra de la voz de González Real, un poeta que trata de abarcar todas las tradiciones.

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