sábado, 9 de enero de 2016

Sin sueño y sin pan

           
            Soy un amante del pan, de la "galleta", como decimos en Paraguay. Siempre que voy a la panadería compro dos, uno para casa y el otro para comerlo de camino. Y es que el primer arma para defender la vida es el pan. Una amiga paraguaya, que también vive en Oviedo, me envía un pan casero que ella misma ha hecho. Mientras preparo una pava de cocido negro, pruebo un trozo, y en ese mismo instante, su aroma ha despertado en mí un recuerdo que creía olvidado, que pensaba enterrado por miles de lunas y que en alguna ocasión solo era un sueño. Eso creía. Pero como por arte de magia, me lleva este aroma al año 1994, y a un pueblo llamado Nueva Esperanza (Caaguazú). El sol está punto de ponerse. El niño que fui recorre un tape po'i (o sendero) que cruza como un arroyito en medio de naranjos, limoneros, paraísos, entre oscuros árboles de níspero. Voy conducido por el mismo aroma que ahora siento. Me lleva hasta una silenciosa casita de madera y techo de pajas de estero. La casita está escondida en medio de unos árboles de moras, cuyos frutos estallan al caer y dibujan en la negra tierra estrellas moradas. El aliento del pan me detiene junto a una puerta entreabierta de donde viene el aroma. Una anciana sale a recibirme con un dorado pan en las manos. Ni una palabra me dice, solo sonríe. Yo le digo "Dios te lo pague". Vuelvo a casa sin fijarme en las negras sombras que van creciendo a mi alrededor como un futuro que pronto me va alcanzar, acaso para devorarme. Pero yo sigo caminando, sintiendo el cálido pan entre mis pequeñas manos de niño hambriento.
            No tengo miedo, llevo un arma en las manos para defenderme. Al menos por este día, pienso.
            El primer arma para defender la vida es el pan. Cuántos hombres y mujeres, niños y niñas, viven sin su pan para protegerse. Cuántos, en este año que empieza, caminarán mendigando por nuestras calles. Cuántos dormirán sin cama, sin sueños, porque hasta los sueños les hemos negado. Cuántos jóvenes de mi tierra dejarán sus estudios y su casa familiar para buscarse el pan fuera del país en este año que empieza con el agua hasta el cuello.  

sábado, 2 de enero de 2016

Las costumbres vacías - Sara A. Palicio


    En los Siglos de Oro, en el Romanticismo y hasta el Modernismo, el verso era la forma que utilizaban los dramaturgos para escribir sus obras. Aunque no todo lo que se escribía en verso es poesía, el hecho de utilizar el verso hizo que el teatro tuviera una estrecha relación con la poesía, al menos en lo que se refiere a la música y al ritmo.
     Sara A. Palicio (La Felguera, Langreo, 1991) acaba de publicar  Las costumbres vacías (Trabe), su primer libro de poemas, que mereció el Premio de Poesía Asturias Joven 2014. En este volumen, la poeta hace especial homenaje al teatro, ese maravilloso género que durante siglos llenó nuestra conciencia de poesía. El lector se quedará sorprendido ante una obra en la que se nota que la autora se ha dedicado a depurarla hasta reducirla a lo esencial, y en el que en los títulos aparecen los rasgos del mundo del teatro: «Solo el autor», «Dramatis personae», «Actos de ausencias», «Acotaciones» y «Solo el poeta».
     Los poemas que más nos conmueven son los de tinte autobiográfico, como el entrañable poema «La espera», inspirado en la madre ausente pero presente al mismo tiempo en el recuerdo. Destacan los temas amorosos y los que cantan, de alguna manera, al cuerpo, como «Pequeña poética ausente», «Fracciones en un punto» o «Filemón a Baucis». Asimismo sobresalen los poemas breves (algunos irónicos) que llevan como título principal «Acotaciones». Véanse las definiciones de «Infancia» («Emulación de uno mismo / en cualquier circunstancia / feliz y momentánea») o «Amor» («Dolor intenso y punzante. / (A combinar con otros fármacos)».
    La poesía de Sara A. Palicio se inspira en una tradición que incluye a los mejores maestros, desde Borges, Lorca, Blas de Otero, Vallejo hasta los más contemporáneos, como García Montero, Julio Rodríguez, Martín López-Vega...
    Quien se adentre en estos poemas se encontrará con una voz que busca transparentarnos para salir de ella con la sensación de haber leído la vida misma. Y es que acaso lo que nos enseña Las costumbres vacías es que el teatro y la poesía alimentan nuestros sueños, deseos, miedos, recuerdos, nuestra vida entera, en la que todos tenemos un papel y en el que todos somos protagonistas de nuestras costumbres, las que nos dicen realmente quiénes somos.
               
                                                                     [Reseña publicada en la revista Anáfora, nº 6]