martes, 21 de diciembre de 2010

El Perroladrón

Llegaron a Asturias hace un año aproximadamente. Vinieron desde Paraguay  para trabajar. Entraron ilegalmente, como tantos otros y permanecieron luchando, comiendo de los pocos que ganaban. Eran Luis y María. Alquilaron para vivir una habitación en uno de esos edificios antiguos al fondo de la calle Argañosa, y tenían una sola ventana que  daba al patio que olía a humedad podrida, donde tampoco entraba el sol. Y a María esa vida le entristecía porque por las mañanas se acostumbraba abrir las ventanas para ver la luz solar y ventilar su hogar, pero ese lugar no tenía nada de hogar. Luis se iba a las cinco y llegaba a casa a las diez de la noche en pedacitos, destrozado por su trabajo. Le pagaban veinte euros al día por hacer de ayudante de cocinero en uno de los restaurantes del centro.
Un día la dueña de la casa les pidió la llave del cuarto, porque vendría un técnico a conectar el cable de la televisión, cuya caja estaba justamente donde dormían ellos.
Luis tenía sus ahorros guardados en uno de los cajones del ropero, a la cual no quería que se acercara nadie sin su supervisión. Miraba celosamente aquel cajón.
Desconfiaba de todos los que vivía en la casa, por eso sacó esa misma noche el sobre del cajón donde estaba el dinero, pensaba llevarlo y tenerlo con él todo el día, hasta que le devolvieran las llaves de la habitación. Y así lo hizo.
Por la mañana temprano, cuando se le levantó, lo primero que hizo fue guardar el dinero en la mochila donde llevaba las ropas de su trabajo. Pero cosas del destino y de la mala suerte. Justo ese día -- ¡porque no pudo ser otro día! -- a un hombre se le ocurra salir a robar y  justo se le ocurra hacerlo  a Luis. Es como si el ladrón fuera como un perro que huele la comida que hay en un bolso. Y en verdad ese malviviente sabía cuándo una persona llevaba dinero encima, miraba uno a uno a las personas que se cruzaba en el metro, en las calles, en las puertas de los bancos y de los supermercados, los estudiaba minuciosamente observando sus actitudes. Este ladrón casi nunca se equivocaba de víctimas, siempre sabía a quién atacar, lo intuía; pues llevaba un don malvado regalo del mismo Satanás. Y ese día a Luis que caminaba cabizbajo y mirando de reojo a su alrededor, le pilló.
El ladrón le siguió por todo el camino que conducía a su trabajo y en un rincón casi desierto de la ciudad apresuró sus pasos y se acercó a Luis acorralándole en una calle y apuntándolo con una pistola. Los ojos del ladrón brillaban como un diamante negro, ni siquiera parpadeaban, tal vez porque estaba poseído. Luis se quedó helado, solo su corazón sentía que era como una mosca atrapada en una bolsa queriendo escapar, pensaba:  “Podría haber hecho mejor, podría haberlo dejado en el cajón, por primera vez en mi vida esta mochila desgastada me interesa, en ella están mis meses  de lucha, en este país que no es mi país”.
     ¡Maldita sea! –se quejó.
Le sudaba el cuerpo y el alma, mientras el ladrón le tiraba del bolso,  gruñendo como  un perro, queriendo arrancárselo.
-- ¡Suelta el puto bolso! – gritaba el ladrón.
Luis meditaba, no lo quería soltar.
-- ¡Dentro está mi ahorro!
De pronto se oyó un trueno; un disparo y las palomas que comían alrededor volaron dispersándose en el aire. Luis había soltado el bolso y en un instante empezó a ver pequeñas estrellas que bailaban a su alrededor.
-- Podría haber hecho mejor, podría haberlo dejado en el cajón –pensó.
Un silencio se posó en la calle, y unos perros rodearon el cuerpo lamiendo su sangre.
El ladrón-perro huyó en los callejones oscuros de la ciudad, desapareció con las palomas. Y el técnico que iba a venir ese día a instalar el cable, nunca vino. María que estaba en su trabajo tuvo un presentimiento, quedó pensativa un rato mirando la ventana, suspiró finalmente, y volvió a recoger la plancha.

La inmortalidad del rostro reflejado de J. L. Garcia Martin
Foto: Maria Jesus Florez


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